Imaginemos. Es lo que siempre estamos obligados a hacer los nostálgicos. El ciego sol se estrella sobre las paredes encaladas de la hacienda de Olmeda de la Cuesta, una modesta población de Cuenca. Un curioso y joven Pedro Vindel, que en ese momento cuenta solo ocho años, no puede imaginar el tesoro de sabiduría y erudición que iba a reunir en su librería, el caudal de noticias que iba a almacenar su memoria. Pero sobre todo, si algo es incapaz de concebir entonces, es el descubrimiento de un documento esencial en la historia de la literatura y de la música europea, unos folios que, andando el tiempo, iban a terminar su periplo en la Pierpont Morgan Library de Nueva York: el famoso Pergamino Vindel. Pero volvamos a las vastas extensiones de la España rural a principios del siglo XX, a esas poderosas y a veces complejas soledades que nos responden a la insidiosa pregunta de qué fue el campo español. Un Pedro Vindel todavía niño da muestras tempranas de gran curiosidad, de claridad de ingenio, de prodigiosa memoria. En un pequeño pueblo conquense, solo era cuestión de tiempo que no encontrara terreno fértil para saciar su curiosidad y amor a los libros entre los aperos de labranza del campesinado alcarreño. Que en 1873 quedara huérfano de padre no mejora la situación, y dos años después, cuando cuenta solo diez, le encontramos escapando de su padrastro y de su madre, fugado ya de su pueblo sin saber leer ni escribir. En su periplo por los campos de Cuenca le esperan trabajos y avatares peregrinos hasta que es acogido por unos...