
Luis Cabrera: “Habría que vocear las causas por las que tuvimos que marchar de Andalucía”

Hay personas
que hacen ciudades y ciudades que hacen personas. Sería difícil calcular cuál ha influido más a la otra: si Luis (o Lluís) Cabrera a Barcelona, o Barcelona a Luis Cabrera. Este hombre, llegado de Arbuniel (Jaén) con 9 años a Verdum (distrito de Nou Barris), no tiene fin: sigue lleno de nervio, curiosidad y buen humor. Transmite, a sus 70 años, juventud y rebeldía. No toma café porque se pondría mucho más nervioso de lo que ya trae de serie. Con 16 años participó en la fundación de la Peña Enrique Morente en su barrio (historia que retrata el documental Morente Barcelona) y con 25 el Taller de Músics, escuela y laboratorio artístico del barrio del Raval, clave en la historia cultural de la ciudad, más concretamente en su historia flamenca.

En tu libro, La vida no regalada, llaman torero al protagonista. ¿Te apodaban torero a ti también?
Sí, mi madre aprendió corte y confección por correo. Era patronista y lo arreglaba todo, pantalones, jerséis, camisas… Ella iba a Galerías Preciados, a Jaén, y con cuatro retales que costaban cuatro chavos hacía la vestimenta para la familia. Me hizo un conjunto de pantalón y chaqueta corta de color rojo, y a la parte del cuello le colocó unas tiras de piel. Era el día del Corpus. Yo tenía 6 años. Al salir a la calle, un grupo de niños de mi edad me gritaron: “¡Torero!, ¡torero!”. Y en mi pueblo me lo siguen diciendo.
Acabamos en Arbuniel de casualidad. Mi madre y mis tíos nacieron en Valencia porque a mi abuelo lo trasladaron ahí. Mi abuelo (que era carabinero, un cuerpo que se mantuvo fiel a la República), se fue voluntario a la guerra. Murió en el frente de Toledo en el año 1937. Entonces mi abuela, viuda con tres hijos, decide dejar Valencia y volver a Arbuniel. Pasaron siete días en el tren para realizar el trayecto Valencia – Jaén, y allí les recogieron un hermano de mi abuela y mi abuelo paterno, y fueron hasta Arbuniel en burros y mulas con los 40 bultos que llevaban. Mi madre a los 9 años dejó Valencia para instalarse en Arbuniel, una aldea. Cuando dejó el pueblo para mudarnos a Barcelona, se giró e hizo la señal de la cruz. Nunca volvió.
El guionista de Casa en Flames, Eduard Sola, barcelonés de raíces andaluces, dijo esto en su discurso al recoger el premio Gaudí: “En casa somos orgullosamente charnegos. Si mi abuelo era analfabeto y yo me dedico a escribir, es porque algo ha pasado, y eso se llama progreso. Enviemos a la mierda a los xenófobos, los que se aprovechan de los demás, sigamos, por favor, acogiendo a los de fuera, con los brazos abiertos, y veremos cómo en unos años escribirán grandes historias catalanas” ¿Qué piensas?
Que comparto sus alegatos. ¿Me permites un añadido? Alguna vez habría que vocear las causas por las que tuvimos que marchar de Andalucía. Pocas cosas hay más terribles que el hecho de que te saquen de tu tierra de origen, sobre todo cuando eres niño. Yo era feliz allí y me arrancaron de mi tierra. Sé por qué me arrancaron: porque la tierra era de cuatro, porque los dueños de las tierras querían una mano de obra muy barata, rozando el esclavismo, trabajando de sol a sol por tres reales; porque los del éxodo, en un noventa por ciento, fuimos los perdedores de una guerra incivil, y porque la represión, la cárcel y el roce con el hambre que impuso la dictadura franquista y sus compinches, nos deslocalizó forzosamente. Cuando llega a Cataluña o a España una persona, sea de la procedencia que sea, si es rica es extranjera y si es pobre es inmigrante. ¿Cuándo dejaremos de ser inmigrantes? Eduard Sola dijo lo que él creyó y yo lo aplaudo. Reflexión: quizás su abuelo, en otras condiciones sociales, allí en Andalucía, hubiera estado bien y quizá hubiera sido una persona ilustrada.
¿Por qué flamenco?
En mi pueblo vivía Antoñillo ‘el Gitano’ con su esposa e hijos. Él tocaba la guitarra en la orquesta del pueblo, que amenizaba bodas, fiestas y cualquier jarana que se montara. Tocaba pasodobles y a veces acompañaba a quien se arrancara a flamenquear. Mi tío Paco y mi primo Juan “el Cojo” cantaban muy bien: fandangos, tanguillos, sevillanas, rumbas… Aquello se me quedó grabado. Cuando llegamos a la calle Cuartel de Simancas de Barcelona, había bares cuyos propietarios eran andaluces: el Rodri, el Calero, el Juárez. Cuando salía del colegio por la tarde, a veces, escuchaba lo mismo que en Arbuniel, y entraba y me quedaba embelesado. Los cantaores traían guitarristas, y a mí se me despertó el gusanillo. También había un programa en Radio Joventut, “Romero y su tocadiscos flamenco”. Por entonces, con 15 años, yo trabajaba en una empresa textil, Creaciones Mildos, y sintonizaban Radio Joventut. Una mañana escuché Sentado sobre los muertos, de Enrique Morente, el primer artista flamenco en cantar textos del poeta Miguel Hernández. La manera de afrontar el cante por parte de Enrique no tenía nada que ver con lo que yo había escuchado hasta entonces.
Nos juntamos gente del barrio en el Centro Social Roquetas y organizamos un concurso de cante que lo presentó el locutor Ricardo Romero, el del tocadiscos flamenco. Después del reparto de premios, ni corto ni perezoso, me subí al escenario delante de 500 personas y dije: “Vamos a montar una peña flamenca, los que deseen ser miembros que se queden”. El núcleo fundador fue numeroso, entre los que estaba Juan Manuel Caro, uno de los ganadores del concurso. Así montamos la Peña Enrique Morente. La decoración era sobria, a pared vista. No era una asociación cultural de rememoración de la Andalucía que habíamos dejado, no queríamos caer en la cansina nostalgia, aunque nos acordáramos de nuestra tierra de origen. En los laterales y en el escenario colgamos herramientas de trabajo del campo andaluz. Ahora bien, nada de florituras ni banderas. Un lugar sencillo para favorecer el arte flamenco: cante, guitarra, baile, debates, conferencias, charlas, películas y servicio de bar. Los sábados se alargaban hasta el amanecer, en el momento justo que nos trasladábamos a la taberna de la Montse a zampar churros con chocolate. La peña duró de 1970 a 1978. Una época inolvidable y de mucho aprendizaje flamenco y vivencias libertarias.
Un año después (1979) montamos el Taller de Músics con intérpretes y compositores que conocí en la peña y en la plataforma pro Ateneu Popular 9 Barris. El Taller, al principio, se llamaba Asociación Cultural de Actividades Creativo-Musicales, una denominación más larga que el río Tajo. Creativo-Musicales, marcando territorio de entrada. Empezamos con tres aulas de tamaño reducido y una secretaría minúscula. Se daban clases de cante con Carmen Corpas y Chiqui de la Línea. El primer profesor de guitarra flamenca fue Lorenzo Romero, “Romero de Badajoz”. Más tarde se incorporaron Pedro Sierra, Rafael Cañizares, Juan Ramón Caro, Chicuelo, Manuel Castilla, Julián el Califa…
¿Y cómo empezó?
De casualidad, por indicación del destino No sé, se corrió la voz. En paralelo al desarrollo del Taller de Músics en el Raval, organizábamos Seminarios Internacionales de Jazz con las primeras figuras del género. En esos encuentros invitábamos a artistas flamencos. Ya hacíamos divulgación cultural a través de la Peña Flamenca Enrique Morente y la Semana de Jazz de Barcelona. Una de sus primeras ediciones fue en un club de música en vivo, el Mágic, barrio de la Ribera (antiguo Born). Recuerdo que programamos a Carles Benavent y a Salvador Font. Avisé a Chicuelo y a Manuel Castilla, dos chavales por entonces, incitándoles: traeros las guitarras. En el escenario del Mágic se encontraron dos músicos consolidados provenientes de la onda layetana, Benavent y Font, junto a dos jóvenes flamencos, Chicuelo y Castilla. Se montó una especie de “jam” de campeonato. Todo improvisado, sin ensayar, sin conocerse de antemano. El público entusiasmado y ellos también.

Las cosas las he vivido así. A mí se me ocurrían locuras de esas. A los Seminarios Internacionales de Jazz venían Mayte Martín, Ginesa Ortega, Miguel Poveda, Duquende, Blas Córdoba, Chano Domínguez, Enrique Morente, Pepe Habichuela… Con los músicos americanos que traíamos a esos encuentros (por los que han pasado infinidad de primeros espadas del género), la primera noche empezábamos las jamsessions con artistas flamencos. Los americanos decían: “¡Hostia! ¿Qué hacemos aquí?”. Pues escuchar flamenco, les decía. Los posibles choques musicales se resolvían tocando juntos. No sé, poner a gente en contacto, y si son músicos de rock, de jazz, de flamenco… da igual. Que se conozcan y que convivan.
¿Dónde se puede vivir eso a día de hoy en Barcelona?
En Robadors, en el Guzzo, en el Harlem, en el Jamboree.
Pero son lugares pequeños.
Cuanto más pequeños, más roce hay. No olvidemos a los tablaos: el Carmen, el Cordobés, Tarantos, City Hall, Casa Sors, el Palau Dalmases, el Paraguas. También en las peñas flamencas que hay en Cornellá, Hospitalet, Badalona… hay saraos buenos. En las academias de danza flamenca se organizan presentaciones y ciclos interesantes. La asociación El Dorado es un buen ejemplo barcelonés de programación flamenca continuada. Hace unos años cerró el Eixample, que estaba en la calle Diputación. Eran asiduos Tete Montoliu y Mayte Martín, allí se conocieron. Ahí escuché cantar por primera vez a Miguel de la Tolea, que tenía 13 años y cantaba como un viejo. Se perdió el Pipa Club en la Plaza Real. Nosotros en el Taller estamos pendientes de reabrir el Jazz Sí Club.
¿Qué piensas de la creencia de que si transcribes el flamenco a partitura se pierde la magia de la transmisión oral?
La transmisión oral o la partitura ni quitan ni ponen. Depende, como siempre, del buen gusto artístico, de la intención y de la expresión. Si se celebran juergas familiares de forma natural, por qué no organizarlas en lugares de aprendizaje musical, se llamen Taller de Músics, Escuela de Arte o Centro Educativo. En el Taller una parte del profesorado no utiliza partituras y sigue la tradición oral. Si tienes la suerte de nacer en una familia donde se canta, se baila y se toca en las fiestas de guardar o en las otras, eso es una escuela; lo que pasa es que los profesores son tus padres y tus abuelos. La oralidad es un sistema más primitivo, quizá por eso tiene todavía de más aceptación entre los flamencos, pero se puede utilizar las mismas o similares herramientas docentes en sitios fuera del ámbito familiar. ¿Qué queremos? ¿Queremos un flamenco de exhibición en plan exótico para deleite de los “blanquillos” de las clases medias y altas? ¿O queremos que el flamenco se expanda por los cinco continentes para disfrute de todas las franjas sociales, incluyendo a las de carácter popular? En el flamenco, desde su nacimiento, mandan la expresión y la intención. ¿Queremos que el flamenco se conozca y se transmita al conjunto de la humanidad o bien encerrarlo bajo cánones herméticos por creer que así guardará las esencias, el perfil salvaje y la marca de una supuesta pureza? Lo hermético, lo puro, sólo se puede mantener sin salir de tu casa, sin escuchar música, sin disponer de radio, sin enchufar la televisión y sin conectarte a las redes sociales. Si sales de tu casa, te contaminas. El arte es pura contaminación, pura mezcla. Y el flamenco, igual.
Lucía, en el fondo, lo que nos ocurre a los seres humanos, consciente o inconscientemente, es conseguir a diario que no nos falte el puchero. Si lo tengo que dividir contigo, mitad para ti, mitad para mí. Si vienen más, hay que repartirlo más. Al aparecer los que consideran que son poseedores de la verdad absoluta, que sólo lo suyo es auténtico, es cuando se percibe que, en el fondo, lo que defienden es un puchero exclusivo y que se niegan a compartir. ¿Qué defendía el libro de Mairena y Molina? Entre otras sentencias, predicaba que habían unos cantes básicos, lo que ellos llamaban cante grande: tonás, soleares, seguiriyas, tangos y bulerías. ¿El cante grande son esos cinco palos? El cante grande lo hace el cantaor. ¿Has escuchado a Camarón por sevillanas? Eso es cante grande. Si yo me atreviera a cantar por soleá no sería cante grande. El cante lo engrandecen los artistas. Al flamenco lo persigue la polémica, el misterio, el duende… que me perdonen los que saben pero me permito anunciar que esas persecuciones pertenecen al mundo de la publicidad, del marketing.
Eso es lo interesante.
Sí, por supuesto, con una salvedad: que seamos conscientes que el mundo del flamenco no es ajeno a la publicidad y que se sostiene al margen del marketing.
Acabas de cumplir 70 años. Sí, en noviembre.
¿Estás tranquilo? No. No puedo estar tranquilo, es increíble.
Siempre estás maquinando algo más.
Sí, mi testa está dislocada, supongo que debe ser por ser hijo de primos hermanos. A final de abril sale mi segunda novela: La muerte no desvelada, una narración sobre la Andalucía olvidada.
Al final de La vida no regalada hay un pequeño texto en el que, entre otras cosas, dices que has venido al mundo a dejar huella.
Bueno, eso puede sonar pretencioso. Más bien es una alegoría. En ese sentido lo escribí. Si te toca nacer en una familia pobre, y si has tenido que pelear desde que tuviste uso de razón para poder salir adelante, se te va pegando una especie de ambición, diría que sana. Esa lucha curte y te embadurna de algo. Yo probablemente haya venido al mundo a molestar. Yo he tenido siempre inquietud por aprender, por eso dudo y pregunto. Me ha faltado la Universidad y así haber adquirido una estructura mental ordenada. Yo no sé ni escribir ni hablar ordenadamente. Una carencia que me atormenta.
¿Yo qué soy? Un ignorante y, como todos los de ese montón, de un atrevimiento sin parangón. Los ignorantes no conocemos ni hemos padecido nunca una sensación tan humana como es el miedo. Esa característica es producto de la ignorancia. Me gustaría ir a estudiar a la Universidad, discutir con el profesor, confrontar ideas, seguir con la pelea, debatir y si me viera con reaños, liarla. Yo quiero seguir siendo torero y si hay que hincar la espada en un matorral seco, hacerlo.
Qué escorpio.
Efectivamente. Creo que soy buen tío, una persona fraternal, pero tengo mala leche, la he mamado de mi madre. Por eso tomo ahora este líquido de cebada, que le llaman leche y que no es leche ni es nada.
Yo de ti tengo la sensación de que siempre has perseguido pasártelo bien.
Tienes razón. Me apasiona fomentar situaciones absurdas, echar un rato de jarana, jugar con el lenguaje para incitar a que los carrillos se partan de risa. Los “situacionistas” de mayo del 68 en París, entre ellos Guy Debord. Eran unas personas con mucho espíritu crítico. No aceptaban jerarquías de ninguna clase y supieron ahondar en las miserias y contradicciones de los seres humanos. Unos cuantos pirados, por aquello de pasártelo bien, todavía jóvenes, quisimos imitar a los situacionistas franceses realizando actos de provocación. Por ejemplo: hacíamos fila en una cabina de teléfono sin nadie dentro; se acercaban otras personas y seguían engrosando la fila sin darse cuenta de que no había nadie en la cabina. Invenciones de lo absurdo: la burocracia, el gregarismo, el deseo de pertenencia a un rebaño, la necesidad de encontrar al mesías de turno, la obediencia ciega, casi siempre por conveniencia.
Al iniciar la aventura del Taller de Músics, allá por 1979, la mayoría de fundadores se decantaron por continuar su profesión de músico y ejercitarse en labores docentes. Alguien tenía que encargarse de llevar las cuentas: cobrar la matrícula de los alumnos, pagar a los profesores, papeleo, gestiones con la banca, permisos administrativos… Lo que nadie quería hacer me tocó a mí. De esta manera, poco a poco, me convertí en un pequeño empresario sin preparación y sin vocación.
Recapitulemos porque me estoy embalando: cumplí 18 años en la cárcel Modelo, noviembre de 1972. Yo me consideraba más libre allí dentro que otros que estaban fuera. Estuve tres días declarando y oliendo a zotal en la Jefatura de la Policía de vía Laietana. Creo que ahí me quedé calvo. Después, diez días en la Modelo. Salí en libertad provisional bajo fianza. Me pedían seis años y un día. Un año más tarde, me absolvieron.
¿Qué habías hecho?
En una manifestación en el Paseo Maragall yo llevaba un saco lleno de palos, de cadenas, de tubos cobre, de plomo… para repartirlos entre los piquetes de defensa. Nunca pensé que la gente que estábamos luchando clandestinamente contra la dictadura de Franco, luego gobernaría. Los anarcos no éramos partidarios de dedicarnos profesionalmente a la política una vez alcanzadas las libertades.
Años más tarde, compruebas que amigos clandestinos de aquella época, al haber elegido servir al pueblo a través de la política, cobran la máxima al llegar a la jubilación. Un servidor, pequeño empresario autónomo, al jubilarse, le ha quedado la mínima. No es lo mismo pensar por tu cuenta que vivir por tu cuenta. Eso de ser autónomo es un mal negocio.
Pero yo ahora como autónoma soy más feliz que trabajando para una empresa.
Claro, mola más, a pesar de los pesares.